Los huesos de nuestros muertos

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Los huesos de nuestros muertos

Hoy, justo hoy, se cumplen 50 años del infame y lamentable golpe de estado que asoló a mi país, un martes 11 de septiembre, una mañana de primavera.

Los volantines desaparecieron del cielo, se callaron los zumbidos de los trompos, desapareció la felicidad de golpe, el miedo se apoderó de nuestras vidas.

Había que esconderse, no se podía cantar, no se podía salir, no se podía decir, no se podía.

Teníamos 12 años.

Acudí a mi Liceo, como cada mañana, inocentemente, sin imaginarme que ese día se truncaría mi sueño y el de muchos chilenos.

Caminaba con paso firme al encuentro con mis compañeros de clase.

Cuando llegué, las juventudes más reaccionarias de la derecha se habían tomado el liceo.

Con mi corta edad y mi curiosidad por descubrir, me fui a una reunión del partido comunista con Ernesto, un buen amigo y compañero, con el que compartíamos y seguimos compartiendo mucho más que nuestras inquietudes políticas.

Teníamos 12 años.

Lo que sucedió a media mañana, hacia las 11 de la mañana del día 11, sobre nuestras cabezas, fue el bombardeo de la casa del presidente Allende.

En ese momento nos enteramos por los pobladores que se habían tomado el gobierno.

Las tropas de militares bajaban de los helicópteros tomándose la población, arrestando a la gente, con una prepotencia y violencia que jamás en mi corta vida había presenciado.

La balacera silbaba.

Teníamos tan solo 12 años.

Con el miedo y la sorpresa de los acontecimientos comenzamos a bajar a nuestras casas.

Tuvimos la suerte que el padre de mi amigo conocía nuestro paradero y nos vino a buscar en coche para sacarnos de la boca del lobo.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba sentada en la acera de la calle llorando.

Sabía dónde estaba y pensaba que no me volvería a ver nunca más.

Cuantas madres nunca más volvieron a ver a sus hijos, maridos, amigos, hermanos…

Cuantas vidas se truncaron ese día y los restantes.

Cuantas personas mataron esos asesinos solo por el hecho de que pensábamos diferente. A veces solo por cantar.

Todo por mezquinos, materialistas y viles intereses, económicos, ideológicos, políticos.

La corrupción, la inconsciencia, la pérdida de valores y las ansias de poder hacen tanto daño a la humanidad.

A 50 años de semejante despropósito, todavía hay desaparecidos.

Todavía hay familias que lloran a sus muertos nunca encontrados, sin la posibilidad de cerrar ese lamentable suceso de sus vidas.

A 50 años de ese espantoso acontecimiento que costó miles de vidas, litros de sangre y lágrimas, todavía está abierta la herida de mi país.

Todavía. A los 50 años. El dolor campa a sus anchas. Escondido en la memoria de muchos. Silenciado por un miedo ancestral. Mi hermoso país.

Hoy tengo 63 años y por una suerte de milagro lo puedo contar.

Me acuerdo como si fuese hoy.

Es imborrable.

Es lamentable.

Es reprobable.

Es despreciable.

Es inhumano.

No hay palabras.

No hay justificación posible para que se produzca un genocidio de esa magnitud, en ninguna parte del mundo, por ningún motivo, de ninguna índole.

Alzo mi plegaria a los que, todavía impunes, se acuestan en sus camas y aparentan dormir entre pesadillas, con la consciencia de las muertes y las torturas sobre sus espaldas, para que, antes de partir de este mundo den paz a esas familias que siguen buscando a sus familiares.

Que, aunque sea, en su último suspiro de vida desvelen el paradero de cuantos torturaron, enterraron y arrojaron al mar para esconder cobardemente su culpable responsabilidad.

De poco servirá. Pero al menos los nietos, amigos vivos aún y parientes, sabrán que esos abuelos, los que habitaban esos cuerpos, ahora sin vida, sus muertos, aparecieron de nuevo, como testimonios eternamente vivos de un suceso deplorable, que ningún país se debería volver a permitir en su historia.

Hoy, llueve sobre esta tierra que me acoge desde hace 40 años y que también llora a unos muertos que nunca aparecieron, cobarde y furtivamente enterrados, en cunetas y huertos, producto de una guerra civil que acabó con voces tan mágicas, claras y profundas como la de García Lorca o Miguel Hernández.

Los olivares conocen más de un secreto.

La lluvia que cae hoy sobre esta tierra son las lágrimas de los ángeles que no olvidan semejantes barbaries.

A todos esos seres humanos a quienes cegaron sus vidas, a todos ellos que de golpe y a golpes perdieron su vida, sus familias, sus ilusiones, a todas esas almas que mataron por defender sus sueños por un Chile y un mundo mejor; mi más humilde y sincero reconocimiento.

Hoy, a 50 años del genocidio, estoy vivo para denunciar la injusticia que aún vuela sobre un país que no ha podido terminar de cerrar su herida, que se debate entre el olvido y la esquizofrenia para aplacar el dolor y el miedo que se mantiene por los mismos intereses mezquinos que generaron la barbarie.

Que nunca olviden las generaciones venideras, que un martes 11 de septiembre de 1973, una mañana de primavera, Chile se tiñó de rojo para siempre, por la ambición y la estupidez de unos pocos y el miedo de los poderes facticos que siguen sobrevolando como buitres carroñeros nuestros ricos y prósperos países.

Los huesos de nuestros muertos son la imborrable memoria de tan brutal genocidio.

Aparecerán, tarde o temprano, como persistente testimonio, como eternos testigos de los impunes asesinos.

Nello Chiuminatto Paz.

Alicante. 11/09/2023

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